Pintura de Saundra Lane. Google Images.

Si algo he aprendido en mis más de treinta años de vida es que las relaciones madre-hija son complicadas. No es un descubrimiento, es una confirmación. Hay mujeres que han escrito sobre las complejas relaciones que tienen con sus madres. Vivian Gornick le dedica todo un libro a esto: Apegos feroces (Ed. Sexto Piso), maravilloso, por cierto. Y recientemente me he adentrado en la literatura de Ruth Klüger, superviviente del Holocausto. Klüger estuvo en Auschwitz y se salvó, no de milagro, sino por –ella misma lo cuenta– el azar.

Esto parecerá un spoiler pero no lo es.

Klüger cuenta que un día, en Auschwitz, había una cola para apuntarse a unos trabajos en los que necesitaban personas fuertes. Ella era demasiado joven: doce años. Su madre le dijo que mintiera al soldado, que dijera que tenía quince. Pero ella, que ya tenía una relación complicada con su madre, decidió que ésta no tenía razón y dijo al soldado: trece. Él la rechazó por ser demasiado joven. Exhortada por su madre (imaginemos por un momento la ansiedad de la madre al ver la posibilidad de que la apartasen de su hija), Klüger lo volvió a intentar, pero le dijo a la madre: diré que tengo trece. Y punto. Se formó en una fila distinta de la que ya la habían rechazado. Al verla tan enclenque, tan púber, la asistente del soldado, que también era reclusa, le aconsejó que mintiera. Di que tienes  quince; el mismo consejo que le había dado su madre. Pero Klüger sólo lo hizo hasta que una persona externa, anónima por siempre, le dio tal recomendación. Gracias a este número, Klüger pudo escapar de lo que sería un envío seguro a la cámara de gas. ¿Por qué, en una circunstancia tan extrema, Klüger no confió en su madre?

Seguir viviendo (Galaxia Gutenberg, 1997) es más que un libro sobre el Holocausto. Su autora cuestiona las ideas preconcebidas sobre lo que debe ser o hacer una víctima, los monumentos de la posguerra, la memoria. Es un libro que cuestiona nuestra manera de construir la memoria. Lo publica Klüger en los noventa; decenios de haber culminado la Segunda Guerra Mundial y con la distancia y madurez que dan los años. Mas dentro de toda la experiencia, Klüger no se separa de los rencores y resentimientos propios de una hija. Klüguer compartió su estancia en el gueto y en dos campos distintos con su madre. Uno lee su testimonio con admiración, con dudas: ¿y si la madre quería decir X cuando dijo Y? ¿Y si la hija hubiera contestado X cuando contestó Y? Asistimos a conversaciones y desencuentros –como asistimos a los de Gornick– con un deje de impotencia y con mucha incomodidad. Quizá porque podemos vernos reflejadas en ellas. ¿Cuántas veces no habremos estado ahí nosotras, defendiendo nuestra posición, ante la mujer que nos parió y de la cuál nos es imposible separarnos?

Hace unos días (quizá fue ayer; hoy el tiempo es relativo) pensaba en lo difícil que habría sido que me hubiera tocado confinarme, ante el coronavirus, en casa a solas con mi madre. Yo soy una de las hijas que no tiene una relación estrecha con su madre. Y no lo achaco a la distancia física (ella en México, yo en Barcelona); sino a la distancia que han moldeado los innumerables desencuentros vividos desde que empecé a forjarme mi propia identidad. Es decir, desde la pubertad; ese momento en el cual las hijas comenzamos a estirar tanto el cordón umbilical que resulta difícil que, llegadas a la edad adulta, no tenga grietas incurables.

Pensaba en esto a raíz de mis comunicaciones hoy más frecuentes con ella debido a la pandemia del coronavirus. Mamá, cuídate. Mamá, toma precauciones. Mamá, no te creas esto que acabas de leer en un mensaje de Whatsapp, es un bulo. Mi mamá está sola en casa. Mi padre murió hace dos años. Aunque en realidad, no sé si es mejor que hoy esté sola a que hubiera tenido que confinarse con mi padre. Mi padre. Él sí que era un personaje complicado; me atrevo a aseverar que sería insufrible confinarse con él.

Hace unos días, una amiga que tiene a su madre en el cono sur, me comentaba de lo difícil que es cuidarla a distancia. Es decir, convencerla de que debe ir al médico, que debe seguir sus instrucciones, comer tal, no comer esto otro. Llegadas a cierta edad, las personas volvemos a la más despreciable de las etapas infantiles: la del reniego, la renuencia y el capricho. No podremos comprender la psique de los ancianos hasta que no estemos allí, es total verdad. Y seguramente estaremos tan cansadas que no nos apetecerá compartir con el mundo cuáles son las trampas de la vejez que nos vuelven insoportables. Que cada quién se las apañe como pueda, a mí déjenme en paz. Mi madre no es una de éstas ancianas irritantes; pero tengo amigas cuyas madres sí. Son una pesadilla. Hay que tener un ojo en ellas siempre. No porque se quiera, sino porque el cordón umbilical, aunque cascado, es imposible de romper. Verla sufrir voluntariamente es insoportable. No hay deseos de hacer nada, pero se tiene que hacer algo, estar allí. Hasta que la muerte nos separe. Ésta es la única relación para toda la vida que existe: la de la hija con su madre.

Arrangement in Grey and Black No.1. Mejor conocido como Whistler’s Mother. ¿Hay algún retrato de una madre hecha por una pintora mujer?

Tengo otra amiga aquí en Barcelona que perdió su piso recientemente; la precariedad laboral. Con dos gatos, un perro y una situación inestable, tuvo que volver a vivir con su madre. Y llegó la pandemia.

Hoy su madre presenta síntomas del coronavirus. El drama -por lo pronto- no es el virus en sí; sino que ella, según el relato de mi amiga, es renuente a las recomendaciones. Puedo notar el estrés extremo de su caso. No hay cómo dar un portazo y salir a tomar aire fresco. No hay cómo pedirle al amigo de turno: ¿puedo dormir en tu casa esta noche? El virus manda que nos quedemos en casa. Y a ella, como hija, le toca aguantar.

Como hijas, nuestra madre es la persona a la que más podemos llegar a amar y odiar simultáneamente. La que te dio la vida y la que puede quitártela con sólo un comentario acerca de tu cuerpo, tu estado civil, tu profesión o el simple color que llevas en el pelo. La madre; esa mujer tan cercana y tan igualmente alejada de sus hijas. Esa mujer de edad inalcanzable, de empatía abismal, de mundo paralelo. La mujer que tantas veces te ha asustado porque la ves en el espejo.