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A pesar de los resentimientos y las diferencias no resueltas, es imposible negar que el origen de México —como cultura y país— está en la llegada de Colón al continente americano. ¿Que lo de descubrimiento queda racista? Quizá. Pero para la Historia oficial, América no existía —y a veces tampoco parezca que existe en pleno 2013—, y antes de Hernán Cortés no habían mexicanos.

Nuestra cultura nace de la mezcla de macho ibérico con hembra azteca, o maya, o totonaca o de cualquier pueblo a donde iban de tour los primeros exploradores. Le daban a todo lo que se movía. ¿Y cómo no? Después de toda una vida de represión sexual y mojigatería cristiana, el modus vivendi azteca parecía la verdadera espiritualidad. Todo en conexión con la naturaleza pero con mucha pasión en la sangre. No por nada eran un pueblo guerrero que tenía sometido a todo el mundo por aquellos lugares; una especie de imperio romano, si les gustan las analogías. Era, digamos, lo que el yoga y la meditación son ahora a nuestra estresada cultura «occidental»; pero mezclado con armas, sangre y destrucción a lo película de Tarantino. Aquellos hombres, que además habían estado encerrados en un barco durante meses enteros, habían efectivamente llegado al paraíso.

Todo hubiera ido de maravilla. Los tripulantes de la Niña, la Pinta y la Santa María (las tres carabelas que llegaron a América) se habrían hecho perdedizos. ¿A qué volver? ¿A quién? Si todos eran exconvictos, ratas, lo que la sociedad de entonces catalogaba como escoria. Estoy segura de que se hubieran quedado allí de no ser por el fanatismo monárquico-religioso de algunos como Cortés, Guzmán o Narváez. Si ellos no hubieran ido a contarle del descubrimiento a Isabel, la hubieran todos mandado a tomar por culo y a vivir la vida loca.

En la escuela y en la vida cotidiana nos cuentan que la caída del Imperio Azteca la forjaron los españoles con abusos, que se robaron todo, que violaron a las mujeres. ¿Tres barcos? Eso es ser muy ingenuo. La conquista de México la hicieron los mexicanos. Fue una especie de guerra civil en la que un agente extranjero armó a los rebeldes para que derrocaran al emperador. Luego, lo normal: caído el tirano, el gobierno lo ponen los que ganan. Los gobernantes eran títeres al servicio de su majestad y el pueblo mexicano, aún en periodo fetal, pasaba hambre y penurias. Para cuando estuvo listo para nacer tenía dos opciones: morir o matar. Y entre todos decidieron matar. La Nueva España pasó a llamarse México, con todo lo que eso conlleva: crisis de identidad, inexperiencia, y más abusos e injusticias. La vida misma, vaya.

No sé cómo lo hemos hecho los mexicanos desde que somos país porque, si bien hay diferencias abismales entre los del norte, los del sur, los del este y los del occidente, todos de alguna manera encontramos el mínimo común denominador. A veces es algo sólido, como la religión o la comida, a veces es algo frágil, como el fútbol o el himno nacional. Y eso es lo que hace que aún no nos hayamos exterminado entre nosotros. Aún.

México, como cultura, como nación, como país, y como territorio, atraviesa hoy mismo por una crisis, la crisis de confianza más grande que se haya tenido en la Historia. Nos hemos creído que el enemigo está dentro, que tenemos que mutilar una parte de nosotros para seguir viviendo. Nos declaramos la guerra, le cerramos la puerta al vecino, hablamos de «los otros», los malos, los que vienen de un pueblo del norte, los que vienen del sur, los que vienen del Golfo. México es un país al borde del suicidio.

La celebración de hoy debería apelar a lo que tenemos en común. Debería ser una tregua, no un negocio de maquillaje para el centro de la capital. Debería ser una protesta multitudinaria hacia lo que nos ha separado, hacia las injusticias de quienes nos han gobernado, y una reconciliación: la del empresario con el agricultor, la del descendiente de judíos con el descendiente de mayas, la del religioso con el ateo, el hombre y la mujer, el ibérico y la indígena, el blanco y el moreno. Tendríamos que volver a fundarnos, pero no con base en el odio y el miedo que hoy impera en la nación, sino con la seguridad de que somos y tenemos algo valioso que aportar al mundo y a nosotros mismos. Tal vez toca encontrar esa paz, primero dentro de nosotros, para después instaurarla a lo largo del país.

Hoy, 15 de septiembre de 2013, gritamos «Viva México» por instinto. Muy en el fondo, queremos enfundarnos con la bandera como nos contaron que hicieron los niños héroes. Queremos que las águilas, las plantas, los monumentos, las canciones e incluso el fútbol, tengan sentido. Queremos que haya valido la pena. Es por esto que deberíamos poder salir todos juntos a la calle. Y que sea el viento de septiembre el que haga resonar el «¡Viva!» en todo el país, no el volumen del televisor. Al menos para darnos cuenta de que ni hemos muerto ni nos han matado.